NO SOY UN DESENCANTADO
Últimamente
se habla mucho de los “desencantados”, tanto como un nicho de
mercado político en donde salir a conseguir votos, como de sujetos a
recuperar para el oficialismo. También como de tema de conversación
y de análisis de politólogos y hasta de gobernantes (“El
frenteamplista desencantado no tiene justificación de mi parte”,
Juan Castillo dixit).
Si
desencantar es deshacer el encanto, entonces para ser desencantado
hay que haber estado previamente encantado. Y en política es posible
que haya gente encantada con el partido al que vota o en el cual
milita, no lo dudo, por lo general es la gente que toma a la política
como si fuera un deporte y se hace hincha de tal o cual partido. Es
posible que si esa gente ve que su cuadro no juega bien y se come
alguna goleada de vez en cuando pueda desencantarse. Y tal como les sucede a los hinchas en el fútbol, se desencantan pero siguen siendo hinchas de ese cuadro, a pesar de las derrotas y a pesar de que descienda de categoría. Porque son hinchas y no otra cosa. Es decir: los desencantados son aquellos que pierden el encanto pero continúan en el mismo partido a pesar de los pesares. Que los hay y muchos (desencantados y pesares).
Pero
quienes consideran a la política como un lugar de lucha por
determinados valores sociales que quiere llevar a la práctica por
medio del gobierno, como un espacio de lucha ideológica por lograr
avances en la conciencia popular, para generar las condiciones
subjetivas que permitan cambios radicales de justicia y equidad, esos
difícilmente se encanten. Porque esa lucha es dura, difícil,
despiadada, compleja y cansadora, sin demasiado espacio para el
encanto.
De
modo que para estos últimos (entre los que me incluyo), lo más
adecuado sería hablar de “defraudados” y no de desencantados.
Entendiendo por defraudar (del latín defraudare: resultar una
persona o una cosa menos buena, interesante o importante de lo que se
esperaba).
Los
defraudados, en algún momento comenzamos a militar en una fuerza
política que se proponía cambios radicales en esta sociedad. Nos
comprometimos con un discurso que hablaba de antiimperialismo, de
combate a la oligarquía (de un lado la oligarquía, del otro lado el
pueblo), de combate al latifundio y de reforma agraria, de lucha
frontal contra el capital financiero, de justicia social, de una
democracia auténtica, etc.
Y
naturalmente, si bien ya en el camino a obtener el gobierno se fueron
dejando prendas por ahí tiradas (con el fin de obtenerlo), seguimos
confiando en que se podía dar la lucha para torcer el rumbo que se
venía delineando, porque nada se obtiene sin lucha.
Y
primero nos defraudó (ahora hablo por mí) el gobierno.
Su
antiimperialismo lo tiró por la borda en su primer gran medida de
gobierno: el Tratado de Protección de Inversiones con los EEUU. Es
decir, en lugar de antiimperialismo, protección de las inversiones
del imperio. Luego maniobras con las tropas yanquis, envío de tropas
a Haití, etc. También la búsqueda incansable de un TLC con ese
mismo imperio, cosa que habíamos expresamente dicho que no queríamos
hacer.
Pero
luego todas sus medidas fueron en el sentido de gobernar para la
oligarquía, tanto la latifundista como la financiera. Se fue
concentrando y extranjerizando la propiedad de los medios de
producción como la tierra, los frigoríficos, se fue gobernando para
el agronegocio sojero y los cultivos transgénicos, exonerando de
impuestos a las inversiones extranjeras, ampliando y generalizando
las zonas francas, regalándole el dinero de los uruguayos al sistema
financiero con la bancarización, estableciendo las PPP, etc.
Por
más que algún dirigente diga que “Estamos en una etapa
de avance en la profundización de la democracia, de tránsito hacia
una democracia avanzada que profundice los derechos, la equidad, la
igualdad de oportunidades y la justicia social” (Juan
Castillo dixit), la democracia en lugar de profundizarse se banaliza,
puesto que las decisiones de fondo se toman en conciliábulos en las
alturas (instalación de plantas de celulosa, privatización del
agua, obligación de darle nuestros dineros a los bancos, TLC
con Chile, etc), y se
pretende hacer creer que profundizar la democracia es el casamiento
homosexual o la venta libre de marihuana.
De
manera que no estamos desencantados, porque nunca estuvimos
encantados. Sí tuvimos la esperanza de que la lucha interna entre
las diferentes capas sociales que integran la coalición llamada
Frente Amplio (que no es ni la sombra de lo que se creó en el 71)
podía torcer el rumbo más hacia la izquierda, más a favor de la
lucha frontal contra el sistema. Pero triunfó la concepción más
consustanciada con lo que es la historia de los partidos
tradicionales, esto es, gestionar lo mejor posible el capitalismo,
que traducido al español significa gobernar para los ricos y esperar
que algo de lo que los enriquece derrame hacia abajo. Y esa fue nuestra segunda decepción.
Y
por eso nos defraudaron.
Pero
principalmente, en mi caso, me defraudaron los que sabiendo que esa
lucha fue perdida continúan haciendo de cuenta que no pasa nada, y
en los hechos se han plegado a la estrategia ganadora, y gobiernan
para los ricos haciendo por lo bajo el discurso contrario para captar
incautos. Desarrollan una estrategia esquizofrénica, con un discurso
revolucionario al interior de las organizaciones sociales y con uno
conservador y hasta reaccionario en el gobierno. Amparados en la
“disciplina partidaria” (algo así como la obediencia debida)
dicen amén a todo lo que dicen no querer.
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