TENEMOS DERECHO
Un artículo de La Diaria del 19 de febrero dice lo
siguiente: “…ayer se lanzó una campaña
para que quienes estuvieron el viernes en la sede de la SCJ lo asuman
públicamente y justifiquen los motivos”.
No he escuchado nada al respecto ni lo he leído en ningún
otro lado, pero el asunto me empezó a dar vueltas en la cabeza, porque de hecho
estuve ese viernes en la SCJ, e incluso me he preguntado que contestaría en
caso de que fuera citado por la Justicia a explicar que hacía allí ese día, así
que me puse a reflexionar sobre la cuestión.
LA INDIGNACIÓN
La primera razón por la que concurrí ese día, es
seguramente la indignación. Indignación que es producto de lo arbitrario y
hasta prepotente del traslado de la jueza Mota; aún admitiendo su legalidad. Creo
que en principio esa es la reacción natural y lógica de un montón de gente, que
siente, ante arbitrariedades como esa, indignación, dolor y decepción. Y por
cierto, me consta que el viernes 15 no estaba allí toda la gente indignada por
ese hecho.
Y la indignación, en este caso, no es producto de un
hecho sorpresivo. Es producto de un conocimiento de lo que está en juego, y de la
participación y el seguimiento a lo largo de muchos años de lo que es la lucha
por los derechos humanos y el reclamo de justicia por los crímenes cometidos
por la sangrienta dictadura que asoló nuestro país.
No es una indignación sorpresiva, si uno se decepcionó
hasta el llanto cuando se votó la ley de impunidad, cuando uno trabajó
denodadamente para recolectar las firmas para que hubiera referéndum contra esa
ley, cuando militó activamente por el voto verde y se volvió a decepcionar,
cuando trabajó nuevamente para que hubiera un plebiscito para anular la ley en
2009 y luego por la papeleta rosada y sufrió una nueva decepción. Cuando se
decepcionó y se indignó nuevamente al ver que una ley de anulación fracasaba
por la traición de un diputado, pero traición conseguida por el presidente y el
vicepresidente que concurrieron al Parlamento a pedirles a los legisladores de
su partido que no la votaran.
Lo que quiero decir, es que uno puede indignarse aún
cuando en el hecho no haya sorpresa. Seguramente me indignaré nuevamente cuando, en muy
poco tiempo, la Corte declare inconstitucional la ley interpretativa de la ley
de impunidad. Y si hay una manifestación ante la SCJ allí estaré, indignado.
LA
ARBITRARIEDAD
Porque la indignación viene de la arbitrariedad del
hecho. No es que la SCJ haga algo ilegal; no. Lo que indigna, es que la Corte
haga algo “simplemente porque puede hacerlo”, aún cuando todos sus miembros
seguramente son conscientes del daño que están produciendo. Es eso lo que indigna.
La Corte sin duda puede hacer traslados de jueces por “razones
de mejor servicio”. Pero la Corte sabe, como sabemos todos, que no se mejora el
servicio sacando a un juez que tiene en sus manos asuntos importantísimos
relacionados con la violación de los derechos humanos y colocando en su lugar a
alguien que tendrá que pasar meses o años volviendo a leer todos esos
expedientes.
Y esa arbitrariedad es la que indigna, porque las razones
"de mejor servicio" están más que claras; el traslado de la jueza
Mariana Mota es el “mejor servicio” que se le puede prestar a los violadores de
los derechos humanos y a la impunidad
Porque el traslado está justificado en una
reestructuración de los juzgados, como si esa fuera la cuestión más importante
que la SCJ y el país tienen en sus manos. Digámoslo así: la SCJ tiene dos
problemas a resolver: 1) la reestructuración de los juzgados; 2) Uruguay ha sido
condenado por la CIDH (caso Gelman) y tiene la obligación de facilitar un
proceso de justicia ágil y eficiente, con el objeto de esclarecer los hechos
ocurridos durante la dictadura y de investigar, juzgar y sancionar a los
responsables.
La SCJ, entre esos dos problemas, opta por solucionar el
primero. Porque retirar a una jueza que conoce muy bien el tema de los derechos
humanos, que se ha especializado en ello, y que tiene más de cincuenta casos en
su despacho, no parece destinado a solucionar el segundo problema. Antes bien,
parece todo lo contrario, parece destinado a evitar que los hechos sean esclarecidos
y que los responsables sean juzgados. Y también parece –aunque esto se niegue-
una sanción por haber aplicado el derecho internacional de
los derechos humanos en sus decisiones judiciales.
De manera que haber estado allí el viernes 15, es también
una manera de brindarle solidaridad y apoyo
a la jueza Mariana Mota por un traslado arbitrario que ella no pidió. Es
también un reconocimiento a su dignísima actuación desde que está a cargo de
los casos, pero también a su coraje y dignidad al participar en la marcha del
20 de mayo, y a su coraje y dignidad por sus declaraciones en Buenos Aires,
esas que tanto molestaron al presidente al punto de reclamar que la Corte
hiciera algo con la jueza.
PORQUE TENEMOS
DERECHO
Y también estuve allí, el viernes 15, porque tenemos
derecho a estar, porque el derecho a disentir es lo propio de las sociedades
democráticas. Y la protesta es el ejercicio activo de la libertad de expresión,
forma parte de la vida en democracia y constituye una forma de participación
política.
Está claro que desde el punto de vista de los gobiernos no
todas las protestas son iguales. Algunas son bien vistas, son “progres”, y no
quedaría bien repudiarlas abiertamente, pero hay otras que son sin duda problemáticas
o incómodas, y también las hay intolerables, las que desestabilizan la
comodidad del sistema. Pero la protesta, en general, no debería ser considerada
como un atentado contra la democracia sino más bien un indicador de la calidad
de esa democracia.
El pataleo, muchas veces es la única vía que algunos sectores
tienen para expresar su voz frente a canales institucionales cerrados y con
serias dificultades para acceder a los medios de comunicación. Muchas veces es
la única forma de decir que no se está de acuerdo, que así no, que eso no se
tolera.
Dice Frank La Rue, relator Especial de las Naciones
Unidas sobre Libertad de Opinión y Expresión: “En ningún caso puede un gobierno o autoridad de Estado limitar la
movilización o protesta social para silenciar la crítica a su gestión o a
hechos o acciones que afecten los derechos de la población. Cabe mencionar, que
en muchos países del mundo la movilización o protesta no tiene requisitos
previos, más que informar oportunamente de su recorrido por razones de
organización del tránsito”.
En
nuestra Constitución, el derecho está consagrado en el artículo 38: “Queda garantido el derecho de reunión
pacífica y sin armas. El ejercicio de este derecho no podrá ser desconocido por
ninguna autoridad de la República sino en virtud de una ley, y solamente en
cuanto se oponga a la salud, la seguridad y el orden públicos”.
Pero se
ha puesto de moda la criminalización de la protesta, que consiste en “…una estrategia del Estado, aplicado por
gobiernos o la fuerza pública, que implicaría la modificación y el uso de las
leyes para detener y condenar con altas penas a los llamados activistas
sociales, manifiestándose también en otras medidas que —fuera de la ley y
gradualmente— consistirían en señalar, hostigar, perseguir, encarcelar, y hasta
torturar y asesinar a quienes actúan motivados por opciones de vida políticas,
comparándolos con delincuentes y/o terroristas. Desde este punto de vista, la
detención de activistas pretendería inhibir la protesta social; en sus
manifestaciones más extremas constituirían una forma de terrorismo de Estado.
Quienes estarían a cargo de inducir a la deslegitimación de los activistas y
movimientos sociales serían políticos, jueces, policías y medios de
comunicación” (Criminalización de la protesta - Wikipedia).
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